1 de diciembre de 2010

Homilía con el tema “Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia” en la Santa Misa de preparación para la renovación de la Consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús

Cerro de los Ángeles (Getafe), 17-06-2009

Un primer saludo de la Diócesis de Alcalá de Henares al Obispo de esta Diócesis, D. Joaquín, y a su Obispo Auxiliar D. Rafael, que nos acompaña en esta celebración y que ha querido acogernos; y un saludo de nuevo a todos los que estáis aquí presentes y a cuantos seguís la celebración de esta Eucaristía desde vuestras casas y, de manera particular, a aquellos que más sufrís.

Esta Eucaristía, dentro de lo que es este ciclo de la preparación para la celebración del nonagésimo Aniversario de la Consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, tiene como lema “Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia”.

El texto del libro del Éxodo, que hemos proclamado como primera lectura, describe una situación que se puede muy bien compaginar con la situación actual que estamos viviendo en nuestra España, en Occidente y, prácticamente, en esta sociedad mundialmente globalizada.

Moisés esta cansado, porque el Pueblo de Israel se ha rebelado; no es fiel. Él les ha llevado las palabras del Señor; él iba a entregarles las “Diez Palabras para la Vida” –el Decálogo–, lo que Dios escribió en el corazón de cada uno de nosotros, cuando nos creó a su imagen y semejanza, o, cuando le regaló a Israel la identidad como Pueblo, sacándoles de la esclavitud de Egipto. En cambio, el Pueblo continúa infiel. Quiere la proximidad de aquello que puede experimentar y ver con sus ojos, y están adorando al “becerro de oro” (cf. Ex 32).

Digo que Moisés se cansa de este Pueblo tan difícil de guiar y de llevarle al encuentro con ese misterio que nos precede siempre, que es el amor de Dios, y que se ha manifestado en la vida propia de este Pueblo de Israel: se hace presente por medio de Moisés, sacándolo de Egipto; lo acompaña por el desierto, dándole signos; y le ha regalado una Alianza. Digo que esta situación es muy parecida a la nuestra. También de los que estamos aquí celebrando esta Eucaristía. Porque vivir la fidelidad al amor de Dios es lo que el Señor nos quiere regalar cada día. Pero no siempre vivimos conscientes del inmenso amor que Dios nos ha manifestado en su Hijo Jesucristo, quien murió por nuestros pecados y para nuestra justificación, y que tiene, como símbolo de ese amor, el costado abierto del Corazón de Jesús. Ese símbolo del misterio infinito de un amor que nos precede, nos acompaña, da consistencia a nuestra vida y es la meta hacia la que caminamos para poder encontrar un día el rostro de Dios y encontrarnos con este amor, cuya imagen es el Corazón de Jesús.

Moisés, de nuevo, sube al Sinaí, y Dios se le va a aparecer en otra “teofanía”. Es lo que describía este capítulo del libro del Éxodo. Va con las “Tablas de la Ley” sabiendo que ésta es la Palabra para vivir. Y el Señor, Yahvé, se le manifiesta, escuchando una voz que le dice: “Dios clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Ex 34,6). Nosotros tomamos de ahí lo que en las Letanías del Sagrado Corazón de Jesús decimos: “Corazón de Jesús, paciente y clemente”. Y ¿qué podrá significar esta tarde para nosotros la palabra “paciencia”, “clemencia”, referida al Señor? Podemos mirar y contemplar todo su amor en Jesucristo clavado en la cruz con el costado abierto.

La primera palabra que dice San Pablo en el “Himno a la Caridad” (cf. 1 Cor 13, 1-13) es: “El amor es paciente”. Y ¿qué se nos quiere decir con esa palabra? Pues, que el tiempo, tu tiempo, querido hermano, tu vida, esta tarde, la tarde del que me escucha y está sufriendo más, es paciencia de Dios para tu conversión; es reclamo de Dios para que le abras de par en par tu corazón. Cuando se nos hace difícil, como para Moisés, el poder acompañar a un pueblo y manifestarle la grandeza del amor de Dios; cuando nos resulta difícil en estos momentos llevar adelante la evangelización, necesitamos de esta hija de la esperanza que es la paciencia. Y, cuando hablamos desde Dios, es Dios mismo, representado en las parábolas de la misericordia como el Padre que espera pacientemente a su hijo. Pero es importante que en esta tarde comprendamos que el mejor aliado de la evangelización, es decir, del anuncio explícito presenciado por testimonio de la predicación de la Palabra, de la celebración de los Sacramentos, el mejor aliado de la evangelización es el corazón humano.

Y, por eso, nosotros nos atrevemos a preparar este acto de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, porque queremos como sacudir el corazón de los creyentes, sacudir el corazón de cuantos nos escuchan, a fin de que podamos todos comprender que ese “corazón” está reclamando – como reclamaba al Pueblo de Israel, y no se daba cuenta – poder conocer verdaderamente y experimentar el amor de Dios. No ir a beber a las charcas; no querer apagar la sed con las cosas que nos ofrece este mundo; no estar pendientes y atrapados por las cosas, que simplemente pueden generar pequeñas esperanzas; sino ser sacudido, asombrado, despertado el corazón al saber que hay un amor que nos sobrepasa, que es un amor infinito, que es un amor que lo puede todo, que es un amor que se ha doblegado – si podemos hablar así – a favor nuestro, y que ha experimentado toda su paciencia cuando nosotros, siendo enemigos por nuestros pecados, lo hemos llevado como un maldito a la cruz. Y Él enmudecía.

El silencio de Jesús, camino del Calvario, es impresionante. El momento en que, clavado en la cruz, de su Corazón surgen las palabras del perdón, es lo que puede de verdad atravesar el corazón de todos nosotros y de esta generación. Y, si nos queremos ver reunidos por la Providencia, podemos hablar del Corazón de España. Porque España no es sólo geografía, sino que es una Comunidad de pueblos que han seguido una Historia, donde se ha hecho presente la Evangelización, regada incluso con la sangre de nuestros mártires, de los confesores, de las vírgenes de tantos monasterios que están bendiciendo y alabando al Señor, de tantas familias que se mantienen en la fidelidad y que, desde su caridad, hacen de su casa un santuario, una pequeña iglesia.

Este corazón, insisto, es nuestro mejor aliado, y queremos apelar en una doble dirección: apelar a la paciencia de Dios, Dios paciente, clemente, misericordioso, lento a la ira; y apelar al corazón humano de tal manera, que suplicamos –con este tiempo de preparación, y lo haremos de manera especial el próximo domingo– que no se resista nuestro corazón a ser invadido por la hermosura del amor de Dios. Porque esa es la gran respuesta a sus expectativas. La respuesta, lo que reclama el corazón, es Dios. No como una idea abstracta, sino Dios conocido en Jesucristo, el Icono de la Cruz, el Dios que, de la muerte, saca la vida. Él es el Pastor que nos acompaña en cualquier momento de nuestra existencia, y aquél, que, de manera particular, cuando pasamos por los valles tenebrosos o las cañadas oscuras, es el Pastor de la Vida que nos acompaña. Él es el que está siempre presente y nos quiere llevar a los verdaderos pastos y hacernos descansar donde hay hierba verde y agua en medio del desierto de este mundo.

¿Quién no quiere eso? Tan sólo aquellos que, entrando en el misterio de la propia libertad humana, lo desconocen Y lo desconocen, tal vez, porque también nosotros no lo gritemos más con nuestro testimonio, o nuestra Iglesia no esté atenta a los sufrimientos de nuestro pueblo, también por ignorancia o por la propia debilidad, y por tantas cosas que atraviesan la vida de las personas. Pero, ¿qué corazón no deseará el descanso, el poder encontrar lugares de vida? ¿Quién no deseará encontrarse con el amor inefable del Corazón de Jesús, expresión del amor de Dios? ¿Quién no deseará verdaderamente encontrar una casa donde vivir, que es la Iglesia? ¿Quién no deseará encontrarse con una familia de hermanos, donde, caminando juntos, tenemos un camino y tenemos meta?

Por eso, esta tarde, esta humilde voz quiere apelar y sacudir el corazón de quienes nos escuchan, para que, verdaderamente, abramos de par en par a este Pastor de la Vida el deseo humano, el corazón. Y deseemos encontrarnos con aquél, cuyo rostro es un rostro de paciencia, que no tiene en cuenta nuestros pecados, que conoce que somos de barro, que sabe – porque es Él quien nos ha creado – qué habita y que hay en el corazón de cada uno de nosotros. Y puede haber, desde la debilidad del pecado, desde la desesperanza, la desolación, el abatimiento, el sufrimiento hasta el ensoberbecimiento –el pensar que uno lo ha logrado todo por sí mismo y estar cargado de soberbia o de vanidad–; o estar atrapados por los vicios que tantas veces atenazan el corazón del hombre, bien sea la codicia, la soberbia o la misma lujuria; o estar entregando el corazón, en definitiva, a las mismas criaturas. Tratar de que la Palabra, que se ha proclamado, esté sacudiendo nuestro corazón para que despierte: no busquéis donde no hay; no vayáis a beber donde no encontraréis agua. Bebed aquí y encontraréis torrentes de agua viva, que saciarán vuestro corazón. Es más, nos promete el Señor, cuando entrega su espíritu, que de nuestro “corazón manará como un torrente que saltará hasta la vida eterna” (cf. Jn 4, 14).

¿Cómo nosotros, queridos hermanos, nos vamos a privar de tanta grandeza para la dignidad de la persona, de tanta hermosura como nos manifiesta el Corazón de Cristo, de tanta paciencia como manifiesta aquél que nos ama como somos, que no pone condiciones para amarnos y lo único que espera es que le abramos de par en par las puertas de nuestro corazón para entrar? Así lo dice el libro del Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré...” (Ap 3,20). Esto es la palabra, ¿por qué no abres tu corazón? ¿Por qué nos resistimos y por qué damos el corazón a los ídolos y a las criaturas, y no al Señor?

Esta tarde hemos de suplicar esta gracia para nosotros, para cuantos viven en España y, de manera particular, para todas las familias. Poder beber del amor de Dios, que mana como un torrente del Corazón de Cristo, es alimentar el amor esponsal; es saber que no nos va a faltar para nosotros ni va a faltar a los esposos la fuerza para poderse amar y dar la vida el uno por el otro. Somos conscientes de que, por nuestras debilidades, el amor fiel se vive en precariedad, con todas las caídas que el Señor permite; pero al mismo tiempo sabemos que hay un manantial donde podemos acudir para renovar el amor que el Señor entregó con una nueva efusión del Espíritu el día de bodas, el día del sacramento del matrimonio, y para poderlo entregar mutuamente en esa realidad hermosa de formar una sola carne en el amor esponsal y matrimonial, haciéndolo fructificar en los hijos que el Señor regala. Cada familia está llamada a ser como un receptáculo de ese torrente de gracia que es el amor de Cristo, para vivir la comunión entre los hermanos, para la vocación bautismal del seguimiento de Cristo en el amor propio del matrimonio y después en el amor entre los padres y los hijos, y los hermanos entre sí. Todos aquellos que el Señor ha querido reunir para formar y presentar ante el mundo un icono de su amor; de ese amor mismo de la Trinidad, como es cada familia.

Decía el salmo que hemos proclamado que el Señor nos ha puesto, para que no nos perdamos por el desierto de este mundo, dos centinelas. Israel –este salmo va expresando el caminar de Israel por el desierto – sabe que no puede caminar solo, sino que necesita al Señor. Pero es el camino que no simplemente conduce a Canaán. Ya Canaán llegó. Ahora este camino nos conduce a aquí, donde podemos comer y beber, que es la Eucaristía y el resto de los sacramentos. Pero adonde la Eucaristía nos conduce verdaderamente es al Cielo. Y en este peregrinar de nuestras familias, de España y de cada uno de nosotros a nuestra meta y patria definitiva, que es el cielo, el Señor nos ha puesto dos centinelas para que no nos perdamos. Decía el salmo al final: “Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida; y habitaré en la casa del Señor –el cielo– por años sin término” (Ps 22, 6).

Queridos hermanos de España, que escucháis a través de “Radio Maria”; queridos hermanos, cuyo rostro puedo ver en esta celebración: no nos van a faltar nunca estos dos centinelas: ni la bondad ni la misericordia del Señor. Porque es paciente, porque no tiene en cuenta nuestros pecados, porque nos mira y atraviesa el corazón, y sabe que ese corazón tuyo desea a Dios, y, por tanto, su bondad y su misericordia se harán presentes. Y ¿cómo se van a hacer presentes? Se harán presentes en los acontecimientos de tu vida; en las personas que te rodean; en los acontecimientos que vivimos en los ámbitos de la propia comunidad cristiana, en la Iglesia; y, en los mismos acontecimientos del mundo, porque Dios está y no ha abandonado este mundo, y no ha abandonado a España. Y, por tanto, vivimos en el mejor de los momentos. Este es el momento de la gracia. Y la paciencia de Dios, insisto, significa el tiempo de nuestra vida en el que Él está reclamando, simplemente, nuestra conversión.

Esto es gracia que hemos de suplicar esta tarde: poder volcar, volver y orientar nuestro corazón hacia el Corazón de Cristo, hacia el amor de Dios, para que allí quede como entusiasmado, asombrado de tanto amor y, en definitiva, pueda cada uno de nosotros descansar. Si no es así, queridos hermanos, el Señor en su infinito amor no se va a cansar de buscarnos. Se extrañaban los fariseos y letrados de Jesús, porque se le acercaban los pecadores. Pero, ¡si es el Pastor que viene a buscarlos! Él mismo lo decía en los textos del profeta Ezequiel: “Yo mismo pastorearé a mi Pueblo. Yo buscaré a las ovejas perdidas, a las descarriadas, a las enfermas, de manera particular” (cf. Ez 34,11-16).

Si no volcamos nuestro corazón hacia Dios. Si no es éste todavía el tiempo oportuno en el que cada uno de nosotros se dé cuenta que, sin el amor de Dios, no tiene futuro y que no tiene más horizonte que la muerte, el Señor tendrá paciencia y, como es rico en misericordia, sabrá poner en nuestras vidas los acontecimientos necesarios. Aunque sea el momento final, cuando nos veamos abocados a la muerte, que ya pasó – le pasó al ladrón arrepentido –, porque el Señor mide todos y cada uno de los instantes de nuestra vida. No nos hemos de asombrar ni de escandalizar de que el Señor – y ahora la Iglesia – busque de manera particular a los pecadores; no hay que tener miedo a la Evangelización, a una nueva Evangelización, para acercarse a aquellos que no conocen a Dios, a aquellos que viven las peor de las pobrezas, que es no conocer a Dios. El Señor se acercó y se sentó a la mesa con los pecadores. Y, para explicarlo, nos ha propuesto esta parábola hermosa de la oveja descarriada.

El Señor está contento esta tarde de vernos a nosotros, de cuantos escucháis esta homilía y seguís esta celebración, pero el Señor está pendiente de aquél que todavía no le conoce. Es más: está reclamando de nosotros que contribuyamos con Él a que su amor sea difundido, sea conocido, a que de verdad podamos nosotros soñar que en nuestras casas va a reinar el Corazón de Jesús, va a quedar entronizado ese amor que ordenará todo lo que significa la vida de las personas. Donde no está el amor de Dios, inmediatamente existe el desorden en el amor: nos amamos a nosotros mismos con un amor egoísta; se aman las personas entre sí y, en vez de ser generosas, se están buscando a sí mismas. Cuando está Dios, tenemos el orden del amor establecido: primero Dios y, desde Dios, un amor indecible y entregado por todo lo que va ordenado desde la propia vocación y estado de cada uno, en lo que significa el amor al prójimo.

Bueno, pues esta tarde, queridos hermanos, ya que el Señor viene a buscarnos como Buen Pastor que busca la oveja perdida, y quiere alegrarse de encontrarnos, aceptemos que la celebración de esta Eucaristía es el cumplimiento de esta parábola. Él viene y está preparando este festín, donde Él quiere verter todo su corazón y manifestarnos todo su amor de tal manera, que al comulgar –al poder participar de su Cuerpo y de su Sangre–, nosotros sintamos la belleza y la hermosura de la presencia del cielo en nuestro corazón. Y, entonces, Él podrá decir: ”Felicitadme porque, entre las ovejas, tenía una perdida y la he encontrado” (cf. Lc 15,6). El Señor con paciencia va buscando a cada uno de nosotros hasta el momento de nuestra muerte. ¡Ojalá el Señor nos pueda regalar ese corazón convertido de tal manera, que, una vez vuelto al Corazón de Jesús, hacia el amor de Dios, a su vez nosotros sacudamos el Corazón de Cristo y le gritemos: “regálanos sacerdotes santos, que nuestra Iglesia adolece de falta de vocaciones. Sacude el corazón de los jóvenes, de ellos y de ellas, para que, siguiéndote a Ti con vocación especial, de nuevo nuestros conventos y monasterios sean como vergeles donde la virginidad brote con alegría para la alabanza del Señor; donde las parroquias encuentren los sacerdotes que verdaderamente van a mostrar, a través de su vida, todo el amor de Jesucristo, el amor de Dios. Sacerdotes que con paciencia busquen a los fieles, visiten a los enfermos, eduquen a los niños, sentándose en el confesionario – en el trono de la misericordia –, celebren conjuntamente como pueblo la misericordia de Dios con la Palabra y la Eucaristía, viviendo en el amor. Y regálanos, Corazón de Jesús, que podamos felicitarnos del encuentro con la oveja perdida. Familias que en estos momentos puedan dar testimonio de que el proyecto de Dios sobre la persona, sobre el matrimonio y sobre la familia se cumple. Que es verdad lo que dice el Señor: que se puede ser persona libre viviendo, primero en la castidad, después en la castidad conyugal para el don de sí pleno y absoluto de tal manera, que las personas, que con un corazón que verdaderamente han ganado plenamente la libertad para el don de sí , puedan entregarse en un amor fiel, y para que fructifiquen, si Dios así se lo concede, en sus propios hijos, de tal manera que surjan en nuestra sociedad familias que generen de nuevo la esperanza.

¡Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia! Que sea ésta la misericordia de Dios para con nuestras familias; que sea ésta la misericordia de Dios con nuestro pueblo, España; que sea ésta la misericordia del Señor que haga posible, a través de nosotros, a través de la Iglesia, el que sea conocido –en un pueblo de tanta tradición cristiana como el nuestro– en el seno de la Iglesia Católica este Corazón misericordioso. Y con el trabajo ordinario de todos los días en nuestras parroquias, en nuestros movimientos y comunidades sembremos siempre de hermosura a España, para que florezca entre nosotros una comunidad y unos pueblos que se sientan verdaderamente hijos de Dios llenos de esperanza, caminando como el pueblo de Israel, sabiendo que el Señor busca la oveja perdida. No olvidemos que el Señor ha puesto dos centinelas que no nos van a faltar nunca: “Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida; y habitaré en la casa del Señor por años sin término” (Ps 22, 6).

Que el próximo domingo podamos verdaderamente vivir con fruto, habiendo celebrado la reconciliación con Dios, ese acto de Consagración, en el nonagésimo aniversario de cuando fue consagrada España al Sagrado Corazón, y que éste sea un revulsivo, para que, en estos momentos, no falte la fe en nuestro Pueblo. Así sea.